
El
Rey Gustavo III de Suecia (1746-1792), era un convencido de que el
café era venenoso. En cierta ocasión condenó a un criminal a
tomarlo todos los días, mientras otro reo bebía solamente té, para
que una comisión médica nombrada al efecto demostrase que, tomados
ambos a dosis diarias, este era beneficioso, mientras aquel era
mortal. Sin embargo, según cuenta la historia, el experimento nunca
pudo ser llevado a término: primero murieron los médicos de la
comisión, después fue el rey quien falleció (víctima de un
atentado), a continuación murió a los ochenta y tres años el reo
condenado a beber té y finalmente el bebedor de café.
Por otra parte,
un gran bebedor de café fue su coetáneo, el rey Federico II el
Grande de Prusia (1712-1786), que solía tomar grandes dosis de esta
bebida, aunque preparada con champán en vez de con agua. Menos
sofisticado en sus gustos, pero también mucho más constante y
enardecido fue el sabio francés François Marie Arouet (1694-1778),
más conocido como Voltaire, del que se dice que era tan aficionado a
él que bebió unas cincuenta tazas al día durante toda su vida de
adulto, que por cierto duró hasta los ochenta y cinco años de edad.
No sería raro pensar que si alguien le hubiera prohibido tomarlo
hubiese reaccionado como el sultán otomano Selim I (1467-1520), del
que se cuenta que hizo colgar a dos médicos por aconsejarle que
dejara de tomar café.

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