El
25 de julio del año 2000,
el vuelo AF 4590 salió con una hora de retraso. El piloto, el
experimentado Christian Marty, había detectado un desperfecto en el
segundo motor de los cuatro Rolls-Royce que propulsaban la nave, el
Concorde. Tras reemplazar la pequeña pieza responsable del fallo, se
procedió a la entrada en pista, la número 6 del aeropuerto parisino
Charles De Gaulle, de cuatro kilómetros de longitud. El avión había
recorrido aproximadamente la mitad de la pista de despegue cuando el
controlador de vuelo observó desde la torre que había fuego bajo el
ala izquierda e informó inmediatamente al piloto. Para detener el
Concorde, con las noventa toneladas de combustible en los depósitos
repletos y ya a casi trescientos treinta kilómetros por hora, se
necesitaban unos tres kilómetros de pista y sólo quedaban dos. Así
que el piloto decidió acertadamente despegar para aterrizar en el
aeropuerto de Le Bourget, a sólo cinco kilómetros de distancia.
Pero
no lo conseguiría. Cuando el llameante Concorde alzó el vuelo, lo
hizo demasiado despacio y a muy baja altura. El motor Nº2 no tenía
la potencia suficiente y pronto dejó de responder también el Nº 1,
ambos situados en el ala izquierda. Vibrando con fuerza y fuera de
control, el avión se inclinó hacia ese lado y avanzó unos metros
más, a sólo quince del suelo, mientras el ala afectada se iba
fundiendo. Segundos después, el Concorde se estrellaba contra un
hotel de la localidad de Gonesse, un edificio de cuatro plantas del
que no quedaron ni los cimientos. Una minuciosa investigación
concluyó que una serie de imprudencias y defectos encadenados de
manera fortuita derribaron al gigante supersónico, causando las
ciento trece víctimas.
Tres
semanas más tarde se retiraba toda la flota operada tanto por Air
France como por British Airways. Catorce meses más tarde volvieron
al servicio cuatro aparatos de la compañía francesa y cinco de la
inglesa. Sin embargo, la tragedia pesaba sobre los posibles pasajeros
y cada vez eran menos los que adquirían los caros billetes, lo que
unido a los elevados costes de mantenimiento terminó por sentenciar
al Concorde, que dejó de volar. Fue el final del sueño de superar
la barrera del sonido con un avión de pasajeros que había tomado
forma hacia 1950, cuando cuatro potencias se embarcaron en el
proyecto de manera independiente en una carrera en que se impondría
finalmente el modelo franco británico del Concorde.
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